15101604676088.jpg
Ada Colau salió entrevistada en una televisión italiana. Sorprendía el dominio del idioma italiano; pero el contenido era el de siempre: apelar a la democracia y a la injustica que supone la existencia de presos políticos en España, una democracia muy débil (según ella). La última tanda de detenciones, entre ellas la del señor Puigdemont es, sin duda, la gota que colma el vaso, como se demuestra en las manifestaciones y disturbios acaecidos hoy en Barcelona. Ella misma dice que no es independentista, sino que simplemente defiende la Democracia y la Justicia, los cuales están por encima de independentismos o unionismos. La postura de los independentistas es, reitera, una opinión, que no siendo la suya, es legítima (como si la legitimidad fuera una etiqueta de garantía de una buena mercancía, un bonito eslogan).

A diario se escucha, sin cribar, la diferenciación entre presos comunes y presos políticos. Nuestras mentes bien pensantes suelen decir que ninguna democracia puede tener presos políticos, y se suele apelarse a la injusticia de que alguien sea detenido por sus ideas. Como si las ideas no fueran ellas mismas materiales con que está hecha nuestra propia sociedad. Como si no fuera posible delinquir con ellas.

La Justicia puede entenderse de varias maneras. Desde un punto de vista idealista (en un sentido filosófico), se cree que la Justicia está más allá de la Ley y que esta debe intentar realizar, en concreto (aquí en la Tierra), una Justicia universal y eterna. Es la opción del iusnaturalismo. La ley puede ser perfectamente injusta, porque el Derecho nunca está a la altura de la Ley eterna natural. Y así, una decisión judicial, aunque esté perfectamente argumentada y sea conforme a Derecho, puede ser injusta. La detención de Puigdemont y demás políticos separatistas sería injusta por muy legal que fuera; y eso suponiendo que fuera legal.

La opción opuesta al iusnaturalismo es el llamado positivismo jurídico: no hay Derecho más allá de la Ley. La idea de Justicia es una idea que, aunque no realizada en ninguna ley concreta, sirve al espíritu de la ley para escribir el articulado. Esa idea de Justicia iría en los preámbulos, como el motivo de la proclamación de la ley, y no en los artículos, que serían el cuerpo de la ley, y que intentarían realizar ese espíritu expresado en el preámbulo. Cada ley que se promulga tiene una motivación (un espíritu) y esa motivación se debe concretar en los artículos, que se refieren a hechos posibles concretos.

Desde que Hamurabi escribiese su famoso código, cuya finalidad era defender al débil frente al poderoso, se han dado muchas vueltas sobre la naturaleza del Derecho y de la Justicia. En mi opinión, fue Platón quien resolvió el asunto ya en la República. La Justicia es la salud de la polis, del Estado. Cuando se pregunta qué es la Justicia, entre varias respuestas posibles (la ley del más fuerte, favorecer a los amigos, dar a cada uno lo suyo, etc.), Platón establece que, igual que la justicia individual (como virtud ética) es la fortaleza del individuo fruto de la armonía entre sus almas (o funciones: pensar, querer, desear), en el Estado la Justicia es la salud del cuerpo político, fruto de la armonía entre todas las partes de la sociedad. Una sociedad funciona (y en esto consiste la Justicia) si cada uno hace lo suyo, si hay armonía, si el gobernante, que es quien sabe en qué consiste el Bien, la salud del Estado, gobierna basándose en el bien general y no en el egoísmo. La Justicia es armonía; es el ajustamiento de las partes en que se divide toda sociedad (toda sociedad es plural); es orden. Esa Justicia, que es la salud del Estado, solo es posible si se piensa en el bien general y no en el bien particular.

Por lo tanto, la función fundamental de las leyes es la de realizar la Justicia, esto es: reforzar al cuerpo político, al Estado. Una ley es justa si defiende y fortalece al Estado del que es ley. La ley no tiene como función la de hacer Justicia en abstracto, ni tampoco la de asegurar a los ciudadanos sus derechos individuales, por encima del Bien general del Estado. Porque los derechos individuales, la libertad, la participación política, etc., solo pueden existir si existe un Estado que los garantice. Suele pensarse que la finalidad de la Justicia es la libertad o el bienestar de los ciudadanos; incluso la equidad, el dar a cada uno lo que se merece. Pero por encima de esas justicias distributiva y conmutativa (tal y como las llamaba Aristóteles) está la salud del organismo estatal que es quien garantiza la posibilidad de la equidad, de la libertad de los ciudadanos, de la reclamación de los derechos subjetivos.

Dicho esto, la diferenciación entre presos comunes y presos políticos nos parece difusa. Un preso común es aquel que contraviene el código penal. Pero el código penal también tiene como finalidad la supervivencia y fortaleza del Estado. Un Estado es más débil si hay delincuentes en sus calles. Y alguien que delinque en contra del Estado es un reo que actúa contra el propio espíritu de la ley. El Estado no encarcela por venganza; el Estado encarcela para separar de sí una parte que la debilita. La propia rehabilitación del preso no es sino la garantía de que esa parte ya no va a debilitar más al cuerpo social.

Puigdemont es tan preso común como preso político pueda serlo un atracador. Ambos están atentando contra la sociedad en la que viven; una sociedad que es la única que puede garantizar sus derechos cívicos y políticos, su libertad como ciudadanos.

Fuera de esto: el idealismo abstracto de las buenas intenciones y de la conciencia bienaventurada (el alma bella de la que hablaba Hegel) que se cree tan bien consigo misma que todo lo juzga desde un punto de vista ético y unilateral y olvida que sin Estado no somos absolutamente nada. Esa alma bella que todo lo juzga (como Ada Colau), pero que no tiene una perspectiva política, sino puramente individual y bienintencionada. Y ya se sabe que de buenas intenciones está empedrado el infierno. Es labor del político (y del juez) tomar la perspectiva del bien común por encima de idealismos abstractos.

Raúl Boró Herrera, profesor de filosofía del C. Huérfanos de la Armada