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Cuando una herida está a punto de cicatrizarse, o incluso cuando ya está cicatrizada, lo peor que se puede hace es reactivarla con raspaduras o con la aplicación de cremas y medicamentos inadecuados, o incluso perniciosos, y, desde luego innecesarios, que en vez de aliviar, lo que hacen es reactivar el curso doloroso y recomenzar el proceso de curación con las consiguientes molestias y peligros que la terapéutica innecesaria puede causar.

Este es el caso, como el lector ya habrá comprendido, tras leer el párrafo que antecede, de la innecesaria, resentida, vengativa y perversa Ley de Memoria Histórica.

Nuestra Transición de la Dictadura a la Democracia, que nada más cumplirse todo el mundo calificó de modélica, no hizo otra cosa que tratar de restañar viejas heridas. Lesiones que se habían producido cuarenta años antes y de las cuales ambos bandos tenían culpas suficientes como para sumir en el perdón y, por consiguiente, en el olvido, todas las grandes heridas que una desafortunada conjunción de circunstancias habían causado sobre la piel, carne y huesos de esta Patria nuestra

Precisamente cuando se empezaba a ver el futuro con fundadas esperanzas de paz, bienestar y profunda transformación de una sociedad que, en su gran mayor parte, ya no había conocido los malos tiempos de la Guerra Civil, y que ponía toda su ilusión y su empeño en superar tiempos de hambres, penurias, aislamientos y autoritarismos, surgieron voces extemporáneas que falseando muchas veces la realidad histórica quisieron revivir todas las miserias que ya habíamos dejado atrás.

Nada hay de malo en que se quieran recuperar fosas comunes y en dar digna sepultura a quienes de un modo u otro, y tanto de uno como de otro bando, perdieron su vida en circunstancias propias de una guerra. Y digo propias de una guerra, sea esta cualquiera que sea, porque no conozco, por desgracia, ninguna en que las muertes sean justas y en las que la justicia haya brillado más que por su ausencia.

Pero dicho esto y concediendo a familiares y allegados el derecho a enterrar dignamente a sus muertos, cosa que cualquier juez puede autorizar, no nos parece oportuno traer a colación culpabilidades y responsabilidades, ya prescritas. Esta actitud insensata no sirve para otra cosa que para restablecer odios y añorar venganzas. Todo ello inútil y pernicioso, porque ni se va a poder cambiar el pasado, ni, menos aún, fomentar el afán de trabajar todos para conseguir un futuro mejor y sin enfrentamientos cainitas, tendentes a dividir a una España cuya unidad hay que defender por encima de todo.

Desde DENAES queremos hacer una reflexión seria y objetiva sobre esta desafortunada ley e impedir su aplicación porque con ella no se hace otra cosa que revivir viejos odios.

Nos parece inútil e improcedente arremeter contra el Valle de los Caídos, contra la responsabilidad de los generales sublevados en el 36, así como volver la vista hacia la otra orilla y rememorar las causas que desde las elecciones del 31, 34 y 36, llevaron a dicha sublevación, gracias a las irresponsabilidades de una República cuyo nacimiento (aunque ilegítimo) frustró las esperanzas generales de quienes la aceptaron como un remedio definitivo a una situación política que cada vez se hacía más insostenible.

El querer borrar los símbolos de regímenes pasados, cambiar el nombre de las calles, denostar a quienes creyeron de buena fe que iban a construir una España mejor y, sobre todo, inculcar en la juventud el odio a quienes ganaron aquella guerra, es fomentar nuevamente la situación que nos condujo a ella, aunque ahora no sería posible (esperamos) recomenzar las desgracias pasadas.

Queremos terminar este editorial con una anécdota un tanto ligera, que quite un poco de hierro a las reflexiones antedichas:

En una zarzuela de todos conocida, «La del manojo de rosas», el acto primero comienza en una plazuela del viejo Madrid, cuyo nombre en placa fijada en la esquina principal reza así: «PLAZA DEL QUE VENGA», porque en el siglo XIX y principios del XX, cada vez que cambiaba en Gobierno, se cambiaban los nombres de las calles y ya en aquel tiempo había personas sensatas que creían que esto era una auténtica tontería.

Nosotros nos preguntamos: ¿Es posible que desde hace siglo y medio hayamos progresado tan poco, aún reclamándonos de progresistas?