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Toda sociedad política que quiera salvaguardar su duración en el tiempo, ocupando un lugar en el sistema de las naciones, habrá de perseverar en el cuidado de los mecanismos y resortes, sistemas de alianzas y contactos políticos que posibiliten una orientación en tal sentido. Las fuerzas susceptibles de erosionar el lugar de una nación hasta obligarla a desplazarse de su sitio, cuando no a conseguir su desaparición del propio sistema de naciones, son variadas y proteicas, y no sólo tienen por qué venir del exterior, pues puede ocurrir perfectamente que en el interior se formen alineamientos que pongan en peligro a una sociedad política determinada –desestabilizando acaso el propio sistema internacional–. Por otro, lado estos peligros y amenazas no sólo tienen un significado político –nacional o internacional–, o económico, ya que en cualquier situación pueden concurrir las diferentes capas y ramas del poder –tanto en sentido ascendente como descendente– en combinación, por supuesto, con determinadas instancias de lo que ha venido denominándose «sociedad civil» –sin menospreciar tampoco el papel del llamado «tercer sector»–. El enemigo no sólo está al otro lado de las murallas, que también puede aparecer dentro. De ahí la necesidad de una vigilancia constante por parte cualquier sociedad política que se precie de tal.

El tipo de cuestiones que acabamos de exponer de una forma muy general y abstracta puede observarse con un simple repaso de la historia universal. Y si reparamos la más específica de cualquier nación veríamos que la historia particular de una sociedad política consiste precisamente en esto: la procura de su eutaxia. Por lo tanto, no nos equivocamos al decir que la política de las naciones realmente existentes en nuestro presente histórico debe verse en el contexto de una tectónica singular. La nación política española, consiguientemente, no queda al margen de estos procesos y a ellos ha de enfrentarse. Y, en este sentido, deben entenderse determinados escenarios y situaciones a los que tiene que hacer frente: desde el Brexit hasta el programa secesionista del nacionalismo fraccionario catalán. De las decisiones ajustadas dependerá la preservación de su lugar y el sentido de su existencia.

Desde DENAES, queremos mirar en este editorial específicamente hacia las constantes arremetidas del nacionalismo fraccionario catalán contra España en el plano internacional. Porque ya no se trata sólo de que se asienten agencias autonómicas, orientadas a desempeñar las funciones de embajadas de una suerte de artificial nación catalana, en tierras de otros Estados, sino de que, en efecto, se pretenda el concurso de determinadas instituciones y de Estados con más o menos peso en el sistema de las naciones o en el contexto geopolítico más concreto de España. El secesionismo nacionalista fraccionario asalta, primero, las instituciones políticas de la Comunidad Autónoma de Cataluña; después, mediante una operación de sinécdoque –tras haber ocupado tales instituciones autonómicas–, el rechazo del gobierno de España a sus reivindicaciones se interpretará como una afrenta a toda Cataluña. Entre las operaciones subsiguientes entrará, más tarde, la consecución de apoyos «internacionales» para la construcción de un Estado al que se habría privado de sus derechos. Los tejemanejes de Puigdemont y sus adláteres van siempre en el sentido disolvente de la nación española.

No quiere ser otra cosa el hecho de que, en mayo de 2016, Carlos Puigdemont haya realizado su primer «viaje oficial» a Bruselas, precisamente persiguiendo estos fines disolventes. Pero Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea, y Martin Schulz, presidente del Parlamento Europeo, rechazaron reunirse con el sátrapa autonómico. Mas Puigdemont insistió, unos días después, en Londres, obteniendo el mismo éxito, es decir: ninguna audiencia a nivel oficial. Y tampoco se logró nada de la embajada de los Estados Unidos en España, desde donde –como no podía ser de otra manera– se le respondió remitiendo a los «asuntos internos de España»; otrosí con el Centro Carter de Atlanta.

Y estos episodios no acaban aquí, porque el pasado día 29 de abril la prensa nos daba la noticia de que el gobierno de Marruecos les había comunicado –al parecer de manera «unilateral»– que no recibiría formalmente a los representantes de la Comunidad Autónoma de Cataluña, al presidente Puigdemont, que a la sazón se hacían acompañar por el ministro-presidente de Flandes (Bélgica). La respuesta del nacionalismo fraccionario catalán es inteligente porque sospecha de la «intervención» y las «presiones» del gobierno de España. ¿Acaso alguien piensa que un gobierno objeto de tal deslealtad iba a permanecer inoperante dejando hacer a los felones? Lo contrario sería mala fe.

Desde DENAES desconocemos los «movimientos diplomáticos» que se han hecho, se están haciendo o vayan a hacerse desde el gobierno español a fin de mantener activos los cortafuegos ante la propagación de la locura secesionista catalana. En todo caso, hay que recordar que ha sido el propio ex ministro de Asuntos Exteriores José Manuel García Margallo quien, a propósito de la deslealtad nacionalista, ha comentado los favores que España debe a muchos países. Pero –descartando el supuesto risible de una casualidad– hay que aplaudir que esto sea así; y siendo así, debemos felicitarnos de que los cortafuegos funcionen bien y con la precisión que se requiere ante una virtual propagación del fuego. Seguramente los españoles quieren creer que los engranajes a través de los que se articulan los poderes corticales –diplomáticos, federativos y militares– funcionan a pleno rendimiento, y por esa razón esperan que su patria siga existiendo, como la España que existe hoy, durante muchas más generaciones.