El punto de partida del análisis de la titularidad de la soberanía en la Revolución Francesa, según Ramón Máiz, debe ubicarse, por fuerza, en la interpretación canónica de la misma proporcionada por Carré de Malberg. Por más que sea muy conocida, dice, conviene recordar que la distinción entre soberanía nacional y soberanía popular formulada por este autor francés, no se agota en deducir muy diferentes efectos jurídico-políticos según se residencie la soberanía en el pueblo o la nación. Así, continúa, la soberanía popular supone un concepto de pueblo como conjunto de los ciudadanos de la generación presente, todos y cada uno de ellos (sufragio universal) dotados de un derecho a votar (y abstenerse), siendo entonces, los representantes, unos simples y meros mandatarios, transmisores de la voluntad preexistente de sus electores. Por el contrario, la soberanía nacional descansaría en un concepto abstracto de nación que, carente de una voluntad expresa, necesitaría de la mediación de unos órganos e instituciones que generen una voluntad previa inexistente, siendo uno de ellos el electorado, que cumpliría, así, una función específica, y deviniendo, a su vez, los representantes, con entera independencia, de la nación entera y no de sus electores concretos. Tras esta distinción, concluye Máiz que, siempre según Carré, subyacería otra distinción que afecta al estatuto teórico de la noción misma de soberanía.

Con el precedente y ayuda de las apreciaciones de Máiz, acudiremos, ahora, a las fuentes que éste nos referencia, para ver de perfilar singularidades tan importantes como las que destaca, con el fin de procurar mediante la confrontación de sus tesis, una mejor comprensión de la concepción de la soberanía en nuestra Carta Magna.

Dice Carré de Malberg que la idea de la soberanía del pueblo debe su fuerza de expansión al desarrollo de la civilización democrática, así como a los continuos progresos del espíritu individualista. Pero, además, debe su éxito, especialmente en Francia, a la seducción de las fórmulas que dio de ella su principal propagador, Juan Jacobo Rousseau. No es que éste la hubiera descubierto, apostilla Carré, pero fue, afirma, quien dio a esa doctrina su expresión teórica más clara.

La tesis de Rousseau, manifiesta Carré, deriva directamente de sus propias ideas sobre el fundamento mismo de la soberanía y procede del concepto de que ésta, lo mismo que la sociedad y el Estado, tiene su origen en un contrato. Comenta a este respecto que el objeto del contrato social, no es tan sólo producir «un cuerpo moral y colectivo», sino también, y esencialmente, generar en el seno de la sociedad una autoridad pública, superior a los individuos. A este efecto, el contenido del pacto social lo constituye, según Rousseau y en palabras de Carré de Malberg, la cláusula siguiente: Cada uno de los contratantes, es decir, cada miembro del cuerpo nacional en formación, consiente en una enajenación total de su persona a favor de la comunidad, en tanto que se subordina, él y su voluntad, «a la suprema dirección de la voluntad general», la que se convierte así en soberana. Pero, por otra parte, cada miembro es admitido por todos los demás «como parte indivisible del todo» y, por consiguiente, la misma voluntad general no es sino una resultante de voluntades individuales; es la suma numérica de las voluntades particulares e iguales de los asociados.

Así, pues, prosigue, en virtud del contrato social, los asociados son, a la vez, «ciudadanos, en cuanto participan en la autoridad soberana, y súbditos, en cuanto sometidos a las leyes del Estado». Finalmente, concluye, que del hecho de que todo nacional es llamado a concurrir, con su voz y con su voluntad, a la formación de la voluntad general, resulta que la soberanía tiene esencialmente su residencia en el pueblo, o sea, en los individuos mismos que componen el pueblo, en cada uno de los miembros, contados uno a uno, de la masa popular. Esto es lo que Rousseau expresa, comenta Carré, al decir que «el soberano sólo está formado por los particulares que lo componen».

Culmina Carré sus explicaciones, argumentando que, así entendida, la soberanía se encuentra dividida, desmenuzada en porciones personales, entre todos los miembros «como uno» de la nación. Es por ello que, para reconstituir la soberanía del Estado entero será necesario ensamblar y adicionar todas las parcelas de soberanía individual. En consecuencia, cada vez que haya de tomarse una decisión soberana, habrá que convocar al pueblo, a la totalidad de los ciudadanos; y después, se sumarán las voluntades particulares expresadas por cada uno de ellos, y así se manifestará la voluntad general. Ahora bien, como no se puede esperar obtener una voluntad absolutamente unánime, Rousseau no tiene más remedio que admitir, en último término, que la voluntad general quedará determinada por las voluntades de la mayoría. Por la misma fuerza de las cosas, resuelve finalmente Carré, hay que contentarse con la mayoría si no se quiere que el Estado quede condenado a la impotencia; la ley de la mayoría es por lo tanto un expediente necesario.

En oposición a la soberanía del pueblo y según el derecho positivo francés, dice Carré de Malberg, debe oponerse el sistema de la soberanía nacional. Este concepto, señala, es en Francia, uno de los principios fundamentales del derecho público y de la organización de los poderes. Se ha dicho de él, sigue comentando Carré, que es la más importante conquista de la Revolución y, desde entonces, salvo una sola interrupción en 1814, la soberanía nacional, al menos en teoría, ha sido admitida explícita o implícitamente por las sucesivas Constituciones de Francia.

Dada la importancia que se le concede a la soberanía nacional, dice Carré de Malberg que es conveniente precisar con sumo cuidado el sentido de este principio, su alcance y sus consecuencias. A este respecto, subraya, que existen dos corrientes de interpretación de tendencias divergentes: «Unos exaltaron el principio y pretendieron que produce consecuencias muy absolutas. Otros sostienen que se trata de una fórmula teórica y política, desprovista de sentido jurídico». Estos dos puntos de vista, puntualiza, son igualmente erróneos.

El principio de soberanía nacional, muchas veces, se interpreta bajo las influencias de las teorías de Rousseau. De esta manera, afirma Carré, la soberanía nacional se confundiría con la soberanía popular. Estaría así constituida por una soberanía individual de los miembros de la nación, implicando que cada uno de los nacionales poseería una parte alícuota del poder soberano. De ello resultaría, que el principio de la soberanía de la nación devendría, necesariamente, en la república democrática. Pero, seguramente, arguye Carré, no fue en este sentido como se estableció el principio.

Para conocer el verdadero alcance originario del principio de la soberanía nacional, nos recuerda Carré, hay que reparar, por encima de todo, en las circunstancias históricas en que este principio fue proclamado por la Asamblea Nacional en 1789. Hay que tener muy presente que este principio es específico del derecho público francés. Los autores alemanes, cuenta Carré, afirman que la potestad soberana pertenece al Estado; los ingleses, que al Parlamento; Estados Unidos y Suiza, que al pueblo.

Las causas históricas por las que, en la Francia de 1789, la soberanía fue puesta a nombre de la nación, deben buscarse en los precedentes monárquicos del antiguo régimen, únicos que, según Carré, pueden proporcionar la clave explicativa y el punto de partida del sistema moderno del derecho público francés en esta materia. El principio de soberanía nacional iba, pues, dirigido contra la potestad real. La Asamblea nacional, que intentaba sustituir a la monarquía absoluta por una realeza moderada, reaccionó contra la teoría de la soberanía personal del monarca con una doble idea.

Por un lado, manifiesta Carré, el rey no puede ser propietario de la soberanía; carece de poder para ello. La soberanía no puede ser bien propio de nadie. La soberanía no es más que el poder social de la nación, un poder esencialmente nacional en el sentido y por el motivo de que se funda únicamente en las exigencias del interés de la nación y de que no existe sino en ese interés nacional. Por otra parte, la Asamblea nacional formula y consagra la idea de que entre los hombres que componen la nación, ninguno puede pretender el ejercicio del poder soberano fundándose en un derecho de mano innato en su persona. La soberanía es propiamente el derecho que tiene la comunidad de hacer respetar sus intereses superiores por medio de su potestad, también superior; es, por tanto, un derecho que solo pertenece a la nación. Nadie puede ejercer la soberanía, sino en nombre de la nación y en virtud de una concesión nacional. La Asamblea constituyente, sigue refiriendo Carré, admite que esta concesión se realiza en la Constitución. Por medio de la Constitución el poder nacional se transfiere, en cuanto a su ejercicio, a los gobernantes, y no puede haber otros derechohabientes a este ejercicio sino aquellos que señala la Constitución.

Conocido esto, es ahora el momento de plantearnos la pregunta sobre el sentido en que la Asamblea nacional de 1789, transfería la soberanía a la nación y si eso quería decir que la soberanía residía originariamente en la persona individual de todos y cada uno de los nacionales. Evidentemente que no, responde Carré. Baste para su argumentación, recordar lo que dice la Constitución de 1791 – «La soberanía es una, indivisible (…) Pertenece a la nación; ninguna sección del pueblo ni individuo alguno puede atribuirse su ejercicio» –. Así, la soberanía es llamada nacional, en el sentido de que reside indivisiblemente en la nación entera, y no ya dividida en la persona, ni mucho menos en ningún grupo de nacionales.

En resumidas cuentas, resuelve Carré, la Revolución lejos de transferir la soberanía a todos los miembros de la nación, negaba, por el contrario, y de una vez por todas, la cualidad soberana a cualquier individuo considerado en particular, así como a cualquier grupo parcial de individuos. Soberanía nacional o colectiva era, en las ideas de 1789 y de 1791, la negación directa de toda soberanía individual. Más adelante, bajo el impulso de los acontecimientos revolucionarios, la soberanía nacional recibiría una interpretación muy distinta, transformándose en – la que ya vimos – soberanía popular. Tras la caída de la monarquía, la Convención funda el sistema constitucional de 1793, en la idea de que la soberanía se contiene indistinta e igualmente en todos los ciudadanos. Pero esta interpretación, tomada del Contrato Social, dice Carré que desnaturalizaba el alcance inicial del principio de la soberanía de la nación, tal como se deduce de sus orígenes históricos.

Prosigue Carré de Malberg en sus manifestaciones, abundando sobre estos temas para concluir que, en resumidas cuentas, la Constitución francesa de 1791 no admitió ni la monarquía ni la democracia; ella misma, dice, indica de manera expresa que forma de gobierno quiere consagrar. Después de establecer que todos los poderes residen primitivamente en la nación, declara que «la nación no puede ejercerlos sino por delegación», añadiendo que «la Constitución francesa es representativa», lo que significa que la nación ejerce sus poderes por medio de sus representantes. En otros términos concluye finalmente Carré de Malberg: «Lo que fundó la Revolución francesa en virtud del principio de la soberanía nacional es el régimen representativo, un régimen en el cual la soberanía, al quedar reservada exclusivamente al ser colectivo y abstracto de la nación, no puede ejercerse por nadie sino a título de representante nacional. Este es, en último término, el significado de la soberanía nacional».

→ La soberanía en la Constitución española: http://soberania.es/La-soberania-en-la-Constitucion-espanola/