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Aunque la polémica de las campanas de Madrid, que ha merecido la atención de los noticiarios de la televisión tanto como la de la prensa escrita en los últimos días, haya estado relegada a las páginas y los espacios más apartados de las noticias de provincias, no debe ser considerada como un asunto regional o menor, como un asunto de la comarca o del barrio. Ni siquiera podría ser interpretada en la línea identitaria con la que se ha envuelto el pintoresco conflicto que ha estallado en Baleares contra el Gobierno de la Comunidad a propósito de la tradicional tarta de queso ibicenca denominada flaó. Porque, sin perjuicio de las filias que aquella provoque en Ibiza, no cabe reconocerle un recorrido político formal que traspase los límites del litoral insular. Las campanas de Madrid o de Valencia o de cualquier otra parte de España son otra cosa.

Lo cierto es que, al parecer, la Comunidad de Madrid prepara un Decreto de la Consejería de Medio Ambiente con el que se pretende dar protección a las campanas de los templos —se entiende, las iglesias de la Iglesia— de la Comunidad, ante el vacío legal en el que se encuentran —se dice— en materia de contaminación acústica. De manera que las campanas de las iglesias madrileñas serán contempladas en este ámbito como una excepcionalidad. Consecuentemente, su uso ordinario durante el día —como, por ejemplo, marcar las horas o señalar los momentos relevantes de la liturgia— quedaría exceptuado de la normativa general sobre ruido. Así pues, la regulación de la Consejería de Medio Ambiente permitiría a los madrileños seguir escuchando el tradicional tañido de las campanas a salvo de las ordenanzas.

Pero, seguramente, el Decreto de la Comunidad de Madrid no hubiera cobrado ni tan siquiera el rango de noticia, toda vez que habría quedado enterrado entre las reglas y normas propias de su ámbito, si previamente no se hubiera provocado la indefensión de algunas parroquias que vieron multados y prohibidos los usos tradicionales de sus campanas. Son los casos de Nuestra Señora de la Asunción en Móstoles, a la que se llegó a abrir un expediente sancionador desde el Ayuntamiento, por sobrepasar el límite permitido de ruido, o las de San Juan de Ávila y de San José Obrero, parroquias que también fueron investigadas, sospechosas del mismo delito. Y no sólo por lo que respecta a la Comunidad Autónoma de Madrid, porque también en otras Comunidades, como Valencia, las campanas de los templos han sido objeto de persecución edilicia. En el barrio de la Seu, se suspendió el funcionamiento de las campanas de la iglesia de San Nicolás —aunque diez días más tarde se rectificó la medida mediante la imposición «suavizadora» de unas fechas de calendario y de una regla horaria—. Una suerte parecida fue la corrida por el convento de San José de la Montaña, entre otras instituciones religiosas.

Ahora bien, en toda esta polémica, lo que llama poderosamente la atención de DENAES son los argumentos que utilizan tanto detractores como defensores. Resulta increíble que quienes quieren hacer enmudecer el tañido de las campanas se acojan al argumento de la contaminación acústica como si se acogiesen al clavo ardiendo de una sanción científica y, por lo tanto, objetiva y neutral —diríamos, laica—. Se argumentará que causa molestias a los vecinos y que supera los decibelios permitidos por las ordenanzas municipales o autonómicas que velan asépticamente por el cumplimiento de la normativa medioambiental. El argumento es a todas luces fundamentalista no tanto por lo que afirma cuanto por lo que oculta. Pero este es el mismo argumento de quienes quieren proteger el tañido de las campanas considerándolo como una excepción a la misma norma, incluso añadiendo la coda según la cual se destacará su «carácter histórico y su arraigo en el ámbito religioso y cultural». Con la cultura hemos topado.

Pero, cuando pensamos en la Nación española, el significado de las campanas, el sentido de lo que se conviene en calificar de «carácter histórico» o «cultural» adquiere una fuerte coloración formalmente política. Los campanarios (las campanas) —ya no los de Madrid sino los de toda España, desde la catedral de Santiago de Compostela a la catedral de Córdoba— no sólo son, como se dice, un «bien cultural de carácter histórico» sino que si lo son será en cuanto que constituyen las reliquias de nuestro presente anómalo. Son ellas las que con su tañer nos remiten a la historia de España en la que se forjaron los mimbres definitorios de la nación política tal y como se entiende en el presente histórico. Renunciar a las campanas es, de entrada, renunciar a los campanarios —con todo lo que ello significa desde el punto de vista de las morfologías morales— acaso sustituyéndolos por otras estructuras arquitectónicas. Las medidas de protección medioambiental, por muy bienintencionadas que puedan parecer, son un autentico despropósito si atentan contra determinados componentes citoplasmáticos de una sociedad política, poniendo en peligro la propia «salud pública».