El nuevo intento fallido de investidura de Mariano Rajoy, a quien faltaron solamente seis votos positivos para ser Presidente del Gobierno, pone en evidencia la situación de colapso indefinido en que se encuentra inmersa nuestra política nacional


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Mariano Rajoy no pudo conseguir ni los seis votos positivos ni las once abstenciones a las que hicimos alusión en nuestro pasado editorial, de cara a ser investido Presidente del Gobierno en el segundo intento, y la Nación Española sigue huérfana de gobierno desde hace ya nueve largos meses, amenazando con completar el año entero si no surgen nuevas oportunidades. Especialmente, una vez comprobada la viscosidad ideológica de Ciudadanos, que deja en nada la habitual ambigüedad socialdemócrata, que ni más ni menos que pidió, por boca de su líder Alberto Rivera, que Rajoy, el ganador de tres elecciones generales consecutivas, se echara a un lado, de cara a poner en marcha la tan vacua y cacareada «regeneración democrática». No parece ni recordar Rivera que hace menos de seis meses protagonizó un ridículo pacto con el PSOE de Pedro Sánchez, de cara a una investidura absolutamente imposible, y tras el no por anunciado menos estrepitoso fracaso, no pidió que el líder socialista que peores resultados ha protagonizado en unos comicios generales, se apartara para facilitar la tan manida «regeneración».

Sea como fuere, el caso es que los resultados tras dos convocatorias de elecciones generales, con dos intentos de investidura fallidos, uno ridículo de parte del cadáver político Pedro Sánchez, y otro que se quedó a las puertas, el más reciente de Mariano Rajoy, dejan bien a las claras que el mito de la «voluntad general» del «pueblo español» cada vez hace más aguas. Ni los españoles saben realmente lo que quieren, enfrascados en un número cada vez mayor de opciones políticas a cada cual peor en lo que a su papel de partidos nacionales se refiere, ni el rumbo de nuestra Nación supera el nivel de una mera resultante nula, de tantos vectores diferentes que tiran hacia diferentes direcciones, frenando el avance de España. Ni ambiciones territoriales, ni intento alguno de mantener nuestra herencia y papel en la Historia Universal, totalmente tergiversado bajo la idea negrolegendaria de nuestro pasado, tan invocada por las sectas separatistas para exigir la disolución de España e ingresar ya mismo, o cuando sea, en la «Europa de los pueblos». Ni orgullo, ni dignidad colectiva; enorgullecerse de ser español en España es un verdadero delito.

La idea de una «Segunda Transición» que nos libere del tan denostado bipartidismo no deja de ser una estafa digna del tan castizo «timo de la estampita», que los historiadores evocarán como una época de predominio de los sofistas contemporáneos, principalmente entre la casta periodística pero con unos cuantos demagogos alzando la voz y adornándose con bellos discursos, pero no haciendo nada más que lucir palmito y acrecentar los problemas que sufre nuestra Nación.

Y si las personalidades más destacadas de este fraude llamado «Segunda Transición» son así, el panorama del español medio no es mejor, pues su mayor aspiración es la de disfrutar las bondades del mercado pletórico de bienes, de ser simples «ciudadanos del mundo» cuya patria sea la libertad y el buen vivir. Que les dejen en paz, dirán cada vez que les plantean esta encrucijada.

Sin duda alguna, el bloqueo parlamentario urge a la aprobación de una reforma de la ley electoral, pero no para que pequeños partidos, coaliciones, confluencias o mareas puedan ascender aún más y empeorar la gobernabilidad, sino para privilegiar las mayorías y evitar el robo y la estafa, verdadera corrupción de nuestra democracia realmente existente, en nombre de la «voluntad general», en la que una coalición de perdedores le arrebata el poder al ganador de los comicios por mayoría simple, o le impide gobernar. Un sistema de dos vueltas, o que otorgue la elección directa a quien gane las elecciones, idea que el Partido Popular tenía previsto aplicar antes de agotar la anterior legislatura, pero que la estrategia opositora del «todos contra el PP» al final le desaconsejó su implantación, podría solucionar este problema.

Más aún, lo que sí debería abordar una hipotética reforma del sistema electoral español es, sin lugar a dudas, la supresión o proscripción, con la ley en la mano, de las sectas separatistas que aspiran a robarnos parte de nuestra soberanía nacional, del Congreso de los Diputados; con obligarles a medir sus votos con el total de sufragios de la Nación, les sería en la práctica imposible ni formar grupo parlamentario propio, condenándoles al ostracismo a la hora de imponer su tiranía en la forma de pactos postelectorales, que tan dañinos han sido para nuestra Nación con las constantes cesiones que los dos partidos nacionales, PSOE y PP, han protagonizado ante tales sectas en diversas legislaturas en las que carecían de una mayoría parlamentaria suficiente.

Pero, ante todo, la Nación Española ha de recuperar su dignidad en el concierto de las naciones, no ser una mera comparsa en un mundo donde la lengua española es, salvando al chino mandarín, la lengua con mayor número de hablantes nativos, por encima incluso del inglés, y con cada vez más hablantes que la adoptan como segunda lengua en todo el mundo. Para ello, cualquier problema, incluyendo este colapso perpetuo, dependerá de su resolución de una verdadera conciencia nacional, de un proyecto claro como Nación. Si no lo hay, que a nadie extrañe que el resto del mundo nos desprecie y nos desdeñe.

Fundación Denaes, para la Defensa de la Nación Española.