Llegada la popular fiesta de san Fermín, presidida por el calor, los excesos y la tauromaquia que los separatistas vascos no se atreven todavía a prohibir, el alcalde, Joseba Asirón Sáez, ha colgado en el balcón del ayuntamiento la bandera del PNV


Ningún español mínimamente conocedor de la Historia de España ignora el importante papel que han jugado, a lo largo de los siglos, una serie de mitos que han servido para aglutinar a diversos grupos de compatriotas con intereses diversos.

Uno de ellos, de gran peso a la hora de conseguir privilegios, fue el mito cántabro, ligado a la irreductibilidad de las tribus norteñas frente a las legiones romanas. Combinado con él aparecerán otros como el de la limpieza de sangre o la pretendida hidalguía universal de territorios hoy más o menos coincidentes con los que integran varias comunidades autónomas tales como Cantabria, Vascongadas o Navarra.

Tales mitos, auténticas ideologías históricas promovidas por determinados sectores sociales ligados con fuerza al Antiguo Régimen, sobrevivieron hasta el convulso siglo XIX, hasta el punto de que el cantabrismo alumbraría un territorio en el mapa de regiones propuestas en el fugaz Decreto de Escosura de 1847. En tal cartografía, Cantabria la componían Las Vascongadas y Navarra, quedando la actual Cantabria, antes Montaña, integrada en una región llamada Burgos.

Pues bien, menos de dos siglos después, Pamplona, ciudad destacada de esa Cantabria fallida, está gobernada, gracias a la visceral política antiPP que desarrolla el Podemos, siempre al servicio de cualquier proyecto disolvente de la nación, por uno de los organismos ligados al separatismo vasco y, por lo tanto, heredero de la banda terrorista ETA.

Obtenida la legalidad, era más que previsible que las generaciones educadas, gracias a los sucesivos gobiernos de populares y socialista, en el odio a España y en la adoración al fantasmagórico y etnolingüístico proyecto de Euskal Herria, propiciara la llegada de estas sectas hispanófobas al poder municipal, de momento.

Es así como, llegada la popular fiesta de san Fermín, presidida por el calor, los excesos y la tauromaquia que los separatistas vascos no se atreven todavía a prohibir, el alcalde, Joseba Asirón Sáez (Pamplona 1962), doctor en una Historia contaminada de ficción y reconocido hombre al servicio del secesionismo vascongado, debidamente aleccionado en los ambientes de las ikastolas, ha colgado en el balcón del ayuntamiento la bandera del PNV, enseña del pseudopartido racista que fundara Sabino Arana tras abandonar el carlismo y abrazar la frenología.

El subterfugio empleado, y bien aireado con anterioridad, para colocar tal bandera, es el hecho de haber invitado oficialmente a tres miembros del Parlamento Vasco, a lo que hemos de añadir las manifestaciones que ha vertido en el periódico del tardofranquismo, el diario El País, siempre presto a dar espacio, en aras del pluralismo, a cualquier iniciativa disolvente de España. Es así como en una reverencial entrevista, Asirón, ha dicho que «en Pamplona no sobran banderas, falta una: la ikurriña».

Frente a esta maniobra, la Delegación del Gobierno en Navarra ha presentado un recurso contencioso administrativo por entender que se había vulnerado la legislación de la Comunidad Foral. No obstante, el daño ya está hecho, pues estos fastos, que Hemingway amplificara, ya han servido, una vez más, para que el separatismo vasco los utilice como caja de resonancia, de escala universal, de sus planes mutiladores de la nación.

El caso pamplonés constituye, de nuevo, una muestra de hasta qué punto ha resultado irresponsable, si no suicida, entregar la educación a los secesionistas, razón por la cual, desde la Fundación DENAES, reclamamos de nuevo a los partidos realmente nacionales, aquellos que tengan un sentido nacional mínimamente solvente de una España que garantice la no discriminación de ciudadanos, un esfuerzo para dejar a un lado el habitual sectarismo con el que se conducen para hacer que esta esencial competencia sea recuperada por el gobierno central.