Rememorar los acontecimientos históricos nunca es una tarea aséptica en la que se puedan dejar de lado los presupuestos y doctrinas, ideológicas o filosóficas, con las que nos movemos en nuestro presente.

La historia no es sólo la narración objetiva de los hechos del pasado, ni únicamente un antídoto para generaciones futuras, porque su finalidad no puede reducirse a la mera descripción de sucesos pretéritos con fines ejemplarizantes o preservativos.

La historia, en palabras del filósofo Gustavo Bueno, patrono de la Fundación DENAES para la defensa de la Nación Española, tiene por objeto la reconstrucción de la línea, de la concatenación causal, que une los acontecimientos del pasado con nuestro presente, y que por lo tanto une a los hombres de ayer con los hombres de hoy, y a éstos con los de mañana. No en vano, estamos hablando de la nación histórica española, y ésta la integran nuestros muertos, el pueblo español viviente, y los que están por venir.

Ochocientos años, los mismos que duró la Reconquista, separan nuestro presente histórico de la gloriosa batalla de las Navas de Tolosa, decisiva porque supuso un punto de inflexión para la dominación musulmana de la península, orientando los propósitos iniciales del proyecto de los reyes asturianos –que en fecha tan temprana ya se veían a sí mismos como reyes hispánicos- de reconquistar los territorios que el imperio romano bautizó como los territorios de Hispania, y conducirlos hacia su victoria final.

No podemos admitir, de ninguna manera, algunas interpretaciones que, también desde nuestro presente, rememoran esta batalla como el fracaso de una política de convivencia entre culturas o religiones; como el triunfo de la violencia frente al diálogo; o como el resultado nefando de la intransigencia de las religiones; en la suposición de que en nuestro presente estas cuestiones hayan sido superadas en nombre de la tolerancia y del respeto mutuo.

Sencillamente porque estas ideas de tolerancia y respeto interreligioso han podido sustanciarse históricamente, entre otras vicisitudes, precisamente porque fueron los reyes cristianos quienes salieron triunfantes de la contienda frente a los fanáticos almohades y el resto de fuerzas de ocupación musulmanas.

Las ideas de tolerancia y respeto tienen su génesis en sociedades cristianas que a partir del siglo XVI, en virtud de la Reforma protestante, cristalizaron en las modernas naciones emergentes como una ideología –no siempre fundamentada- enfrentada al poder eclesial.
La separación del Reino de Dios y del Reino de los hombres no existe a día de hoy en el fanatismo musulmán. 50 países musulmanes elaboraron, en 1990 y en El Cairo, la Declaración de los derechos humanos del Islam en donde se dice expresamente que todas las leyes humanas han de tener su fundamento último en la Ley Coránica o Sharía.

Es inútil buscar algún rastro de la tolerancia característica del cristianismo en los países musulmanes en donde, guiados por la ley divina, se aísla a la mitad de la población por ser mujeres o se persigue hasta exterminarla a la disidencia religiosa, tal y como, en nuestros días, sucede con los Coptos en Egipto o las minorías cristianas en Sudán o Nigeria.

El espejismo de las tres culturas es un artefacto ideológico que deforma los hechos hasta ajustarlos a prejuicios armonistas que desdeñan un análisis riguroso de la cruda realidad en la que malviven las minorías religiosas en estados gobernados por la Sharia.

Este espejismo de las tres culturas conviviendo en armonía falsea la realidad de Al-andalus en donde quienes no eran musulmanes carecían de derechos políticos, reducidos a la condición de súbditos o de esclavos.

La literatura romántica, hastiada del racionalismo europeo, creyó ver una salida pasional a sus delirios en el califato; magnificaron la literatura y el arte musulmán y ocultaron o desdeñaron las aportaciones cristianas a las que odiaban. Entre la gente común prendió la idea de un Islam moderado, perfumado y tolerante, que jamás existió.

Por otro lado, es un error de grueso calibre creer que el califato de Al-andalus suponía una forma alternativa de lo que hoy conocemos como España: Al-Andalus es, precisamente, la contrafigura histórica de España y su perdurabilidad hubiera supuesto nuestra inexistencia.

Afirmamos como tesis fuerte que LA EXISTENCIA DE ESPAÑA ES INCOMPATIBLE HISTÓRICAMENTE CON LA EXISTENCIA DEL AL ANDALUS.

Y, sin perjuicio, de que los españoles hayan sabido valorar y preservar algunos elementos procedentes de la cultura musulmana, no es menos cierto que nuestras leyes y nuestra historia han caminado por los lugares opuestos a los que habrían caminado de no haber erradicado completamente de nuestro suelo las formas de gobierno y las costumbres musulmanas.

Pero la batalla de las Navas de Tolosa también nos muestra cómo hace ocho siglos ya latía con fuerza la idea de una nación unida frente a terceros, la necesidad de mirar por el bien común. Mal lo tienen los fanáticos separatistas para poder ocultar que fue un vizcaíno, Don Diego López de Haro, quien comandaba la primera línea de ataque de las fuerzas cristianas, y que fueron soldados navarros quienes penetraron hasta el centro mismo de las tropas musulmanas para descabezarlas matando a Miramamolín.

Las Navas de Tolosa representan un jalón fundamental en la historia de España porque, tras esta batalla, el repliegue de Al andalus fue ya definitivo. Aunque faltasen aun dos siglos para que el reino nazarí granadino, último foco de la resistencia musulmana, acabara pereciendo a manos de los Reyes Católicos.

Y nada más recibir el Conde de Tendilla las llaves de la ciudad de manos de Boabdil, comenzó la expansión española por el vasto mundo. España hizo saltar por los aires los candados peninsulares y terminó por convertirse en el único imperio pentacontinental de la historia universal. (Inglaterra no extendió su imperio en Europa)

Hoy, más de 400 millones de personas forman una unidad lingüística y cultural ante la que los burdos aldeanismos parecen cosa de broma.

Han sido muchos quienes han querido mantenernos ajenos a nuestra historia, hacer que nos avergonzáramos de ella. La leyenda negra nos ha convertido en enemigos de nosotros mismos.

Pero la realidad es que nuestros hermanos de Hispanoamérica nos siguen viendo como la Madre Patria y que podemos viajar por aquellas tierras y entender sus costumbres y su lengua porque proceden de un tronco común.

Y aunque, España desapareciera por la acción de este puñado de canallas, extremo que no vamos a permitir, nada podrán hacer ya por parar su proyección en la historia universal a través de los pueblos hispanoamericanos. Tal es nuestra grandeza, ya inexpugnable e imborrable.

Hoy, cuando asistimos a este aquelarre secesionista fundado sobre fantasías antropológicas e invenciones pueriles, no está de más recordar cómo se ha ido forjando España y cómo la fundación de nuestra patria descansa por igual en hombros castellanos, aragoneses o navarros.

El falseamiento de la historia como fundamento de la existencia de supuestas naciones “ahogadas” por la imposición española es una pura fantasía mitopoiética con la que se pretende justificar un expolio constante a la Nación por parte de separatistas catalanes y vascos que, sin su españolidad evidente, ni siquiera podrían existir como tales.

Por eso, cuando miramos hacia atrás, desde la convicción de que en estos tiempos oscuros en los que una crisis institucional y económica sin precedentes amenaza, nuevamente, nuestra existencia como nación, volvemos a recordar a nuestros héroes como símbolo de que, una vez más, hemos de apelar al orgullo de ser españoles, a la unidad de los pueblos de España y a nuestra heroica resistencia frente a quienes nos quieren hacer desaparecer de la historia.

Apelamos a la unidad de acción, al patriotismo y esto exige parar los pies a los enemigos interiores y no andarse con remilgos en pos de una supuesta paz en donde los asesinos de España queden exentos de pagar por sus crímenes.

Nuestro discurso, hoy, efemérides de aquélla batalla terrible, épica y gloriosa en la que se dilucidó el futuro de nuestra Patria y de todo el Imperio Español, e incluso de Occidente, también quiere ser un discurso hacia el futuro que recuerde el compromiso que tenemos con las generaciones que nos seguirán, de mantener nuestra nación en la existencia. Yo me comprometo con mis hijos, aquí presentes, de manera solemne. Quiero que reciban intacto aquello que yo recibí.

Y eso lo hacemos por respeto a quienes dieron su vida por la Patria y por obligación contraída, como buenos patriotas, con los que están por venir.

A pesar de nuestro entusiasmo, hemos de ser conscientes de que son demasiados quienes no ven más allá de sus narices, quienes creen que el pasado es una colección de recuerdos y reliquias inservibles que, a lo sumo, expresan la tosquedad de nuestros ancestros frente a un espíritu tolerante y libre resultado de la modernidad. Son demasiados, es cierto. Pero aun somos legión quienes creemos en España y nos sentimos orgullosos de su pasado.

No se dan cuenta de que todo cuanto somos enlaza con lo que ellos hicieron, con su sacrificio, del mismo modo que todo cuanto hagamos nosotros determinará el futuro de nuestros hijos y de los hijos de nuestros hijos.

Hoy, con más necesidad que nunca, debemos mirarnos en el espejo de estos luchadores que hicieron posible la existencia de España, primero como imperio católico, después como nación política, pero no desde la ambivalencia de un discurso apaciguador, no desde posiciones tibias en las que invocar el diálogo con quienes quieren, desde siempre, nuestra ruina, y nuestra desaparición.

Queremos decir que los enemigos de España deben saber que han de contar con nosotros, que no estamos dispuestos a ver perecer a nuestra patria, sin más, en manos de individuos carentes de generosidad y de lealtad que prefieren salvar su aldea a salvar la Nación.

Desde nuestra trinchera de DENAES, todos los que aquí estamos hemos manifestado nuestra firme voluntad de luchar con todas nuestras fuerzas para evitar que esta gran nación, en otras épocas verdadero faro del mundo, desaparezca ahogada en la vorágine del separatismo.

Porque nuestra existencia como individuos no puede anegar nuestra esencia de españoles, nuestro deber de preservar a la Patria, de defenderla de sus enemigos exteriores e interiores.

Si nuestros antepasados tuvieron la osadía de penetrar hasta el núcleo mismo de unas tropas superiores en número hasta aniquilar al faro que les guiaba, con la misma determinación somos muchos los españoles que estamos dispuestos a penetrar hasta el mismo centro del enemigo para destruir sus pretensiones.

Desde aquí manifiesto, una vez más, la firme determinación de los “amigos de la nación”, de DENAES, de luchar con todas nuestras fuerzas en la defensa de una nación más amenazada que nunca, desde la firme convicción de que todo cuanto hagamos será por el bien de quienes nos sigan en el futuro en esta tarea de defender la justicia y la dignidad de ser españoles, y no otra cosa.

¡Reconquistemos España! , pero esta vez de nosotros mismos, y de nuestros errores.

!VIVA ESPAÑA!