Supone para mí un gran motivo de satisfacción convertirme en pregonero de las fiestas que, en honor a su Patrón, San Antonio de Padua, y del Corazón de Jesús, celebra esta hermosa villa granadina, andaluza y española.

Unas fiestas que se incardinan en la tradición, -muy común en el sur y en el levante peninsular-, de rememorar unos sucesos que determinaron los cauces por los que transcurre nuestra historia común, la historia de todos los españoles.

Y digo esto a sabiendas de que, seguramente, ustedes ya conocen que yo nací en Álava; que soy, -por tanto-, vasco; de modo que hablar de una historia común, de una patria común, es, por sí mismo, una declaración en toda regla de mi más profundo desafecto por las ideas disparatadas que han querido ver a mi tierra natal encuadrada en una tradición histórica diferente a la del resto de los españoles.

Y es por esto que, como vasco y como español, pero hoy como un granadino más, me encuentro muy a gusto en este día, entre compatriotas, pregonando las fiestas de moros y cristianos de Vélez de Benaudalla; que con celo y pasión mantienen con vida los habitantes de este lugar, capitaneados por la “Asociación Cultural de Moros y Cistianos Nazarí”, y por el Ayuntamiento de Vélez de Benaudalla, con su alcalde y concejales al fente.

Sin la concurrencia de aquéllos sucesos que ahora rememoráis -en las que nuestros antepasados, guiados por una norma prefigurada desde Covadonga y cumplida finalmente en esta tierra de Grandada, y durante ocho siglos, consiguieron arrinconar, para, finalmente, desterrar, al califato de Al-andalus- no podría entenderse España y, por consiguiente, ninguna de sus partes, regiones, provincias.

Efectivamente, sólo tras la caída del reino nazarí de Granada se pudo producir la unión de la península, que alumbraba el núcleo o embrión de la portentosa historia de nuestra nación, llamada, desde aquél mismo instante, a abrirse paso como un imperio allende los mares y brincando sobre los pirineos, mirando siempre de frente a su contrafigura histórica, el Islam, que durante ocho siglos había extendido, hasta el límite de sus propias fuerzas, una organización extraña al occidente cristiano.

El califato, con sus luces y sus sombras, tuvo una influencia poderosa en la configuración histórica de España y aunque no neguemos las luces que la dominación musulmana aportó a nuestro acervo cultural, especialmente en la lengua y en la arquitectura, tampoco podemos ignorar que la pervivencia de Al-andalus hubiera significado la inexistencia de España.

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En nuestro presente son muchos quienes condenan la Reconquista como un episodio de fanatismo, racismo e intolerancia religiosa. Magnificando, las más de las veces, las aportaciones de la cultura mahometana y ninguneando las de la cristiana.

Han sido muchos quienes han ponderado al Islam peninsular como una religión de tolerancia y respeto que dotó a los hombres de suavidad de carácter y costumbres relajadas, frente al arquetipo de cristianos severos, ignorantes y belicosos, incapaces de dialogar con sus coetáneos de religión o raza diferente a la de ellos.

Este tópico, fundado en el siglo XIX, sobre las fantasías de viajeros ingleses o franceses con una visión romántica –y completamente fantástica de la historia universal-, tendía a ocultar todo lo que no se ajustaba a su canon estético de un Al-andalus perfumado, tolerante, culto, prototipo del estado perfecto; y de una España atávica y atrasada.

Los viajeros románticos buscaban sus raíces en monumentos como La Alhambra o la Catedral de Córdoba, ¡maravillas de la arquitectura, qué duda cabe! en donde todavía eran capaces de vislumbrar la belleza y mansedumbre de aquélla arcadia feliz y no se detenían ni un momento en la contemplación de la España real. Preferían una España salvaje y sensual de bandoleros y leyendas moras; obviaban las catedrales, las costumbres españolas, las universidades y la organización política. Cuando llegaban a una villa como ésta no reparaban en sus escuelas, su ayuntamiento, sus iglesias o su administración, porque buscaban una supuesta esencia mora que habría sobrevivido a la imposición del intolerante catolicismo. Preferían el exotismo africano al imperio católico español.

En cualquier caso, la historia no puede cambiarse y no debe tergiversarse por intereses ideológicos. Y tampoco es esta ocasión propicia para analizar minuciosamente las luces y sombras de la dominación musulmana, ni la gesta de la Reconquista, ni las escaramuzas posteriores entre turcos y españoles en suelo español.

Si en Vélez de Benaudalla se celebran las fiestas de Moros y Cristianos -en honor a San Antonio de Padua, patrón de la villa- al igual que en muchos otros pueblos y ciudades de España, es porque, de alguna manera, nuestros antepasados que, más o menos hace tres siglos instituyeron estas fiestas, supieron de la importancia que tuvieron aquellos enfrentamientos para su presente y, por tanto, para el nuestro.

Y acordaron rememorarlo, no como demostración de fuerza o de desprecio hacia los derrotados, sino como recuerdo de unos sucesos en los que se expresa la determinación de los españoles por seguir existiendo, por no perecer en tradiciones ajenas; al tiempo que incorporamos todo lo que de valioso y original tuvieron los musulmanes.

Baste recordar, una vez más, el celo con el que la Iglesia mantuvo la Mezquita de Córdoba, como parte de una catedral cristiana o el cuidado con el que el legado de la Alhambra ha permanecido, mejorado, hasta nuestros días. Con ese mismo celo, los habitantes de Vélez de Banaudalla, rememoran el triunfo de las tropas cristianas sobre las musulmanas, del Rey cristiano Barceló sobre el Rey moro Amurates, sin ningun complejo pero también sin ninguna soberbia y sin rastro alguno de odio racial o religioso.

Muy al contrario, en estas fiestas –como sucede en otras partes de España- son muchos más los que prefieren el colorido y la riqueza ornamental del bando moro al cristiano y, por esto, se trata con sumo respeto las tradiciones musulmanas, sin que ello –me parece a mí-signifique que se está abjurando de la propia religión o de las propias costumbres.

Muy al contrario, las fiestas patronales, de origen religioso, no tienen otra finalidad distinta a la de erigirse como ejemplo de concordia y respeto. En las fiestas, los lugareños y los visitantes tienen la ocasión de conocerse mejor y compartir, participando en ellas, las costumbres diferentes.

También son el momento ideal para que los que tuvieron que marchar, regresen a la patria chica, vuelvan a encontrarse con los sentimientos de su infancia o recuperen los momentos que sus padres y abuelos vivieron, experimentándolos en sí mismos. Una fiesta siempre es una síntesis, una unión de rasgos diferentes.

Por eso España debería ser una fiesta en lugar de un funeral.

Porque, si España ha sabido perdurar en el tiempo ha sido, entre otras cosas, por haber sabido incorporar aquéllos rasgos culturales que no eran incompatibles con su esencia sin menoscabo de su identidad.

Por esto, yo, vasco de cuna, estoy muy orgulloso de estar aquí, en este hermoso pueblo andaluz, pregonando unas fiestas que espero sean brillantes y se desarrollen en buena armonía y concordia para todos los vecinos y visitantes. Porque el ser vasco, en la medida en que me diferencia del ser andaluz, me une a vosotros mucho más de lo que me separa, ya que sólo presuponiendo esa diversidad de los diferentes pueblos y regiones de España, podemos entender nuestra común condición de españoles.

¡Viva Vélez de Benaudalla!
¡Viva España!