Nadie tiene derecho a entregar a la generación siguiente un hogar más pobre, un patrimonio menoscabado, una nación más rota.
Una nación es, entre otras cosas, un legado, una herencia, el fruto de una sucesión de generaciones que, a lo largo de la Historia, han ido construyendo un espacio de vida, de sentimiento y de pensamiento. Todos construimos la nación. Sobre lo que nuestros padres nos han legado, añadiremos lo que buenamente podamos; eso es lo que legaremos a nuestra vez. De esa solidaridad entre las generaciones se alimenta la continuidad histórica. Pues bien: nadie tiene derecho a romper esa cadena. Nadie tiene derecho a entregar a la generación siguiente un hogar más pobre, un patrimonio menoscabado, una nación más rota. Semejante cosa sería un desprecio hacia quienes nos precedieron y también hacia quienes nos sucederán. Quien en provecho propio vende la herencia que ha recibido, para ostentar mayor poder, para ganar unas elecciones o para satisfacer otros intereses, comete una irresponsabilidad de dimensiones propiamente históricas. Y no será el futuro, sino el presente quien comience a pedirle cuentas.