A nadie se le puede ocultar la gravedad del asunto: que en una democracia constitucional la Constitución sea papel mojado en muchos aspectos pervierte el orden político hasta el extremo de arruinar su naturaleza democrática. Que haya sido posible, que siga siendo posible esta situación confirma el rotundo fracaso de la Constitución española de 1978.


c1978.jpg«En este sentido, cabe afirmar se encuentra en franco retroceso, porque no se cumple en algunos puntos, no se ha reformado en aquellos que era necesario, se ha trasmutado su sentido en otros, y, en consecuencia, ha dejado de ser la primera de las normas del Estado en algunas partes de nuestro territorio». Éste el grave diagnóstico del estado actual de nuestra Carta Magna que el Catedrático de Derecho Constitucional, Jorge de Esteban, recogía en un reciente artículo publicado en el diario El Mundo. A nadie se le puede ocultar la gravedad del asunto: que en una democracia constitucional la Constitución sea papel mojado en muchos aspectos pervierte el orden político hasta el extremo de arruinar su naturaleza democrática.

Que haya sido posible, que siga siendo posible esta situación confirma el rotundo fracaso de la Constitución española de 1978. Y esto es lo primero que debemos reconocer. Toda constitución debe contener las garantías que preserven su posición normativa de excepción. En primer lugar su inviolabilidad. Y esas garantías no han sido eficaces en el caso de la Constitución española de 1978. La responsabilidad de Tribunal Constitucional, el intérprete supremo de la Constitución, en ese fracaso es palmaria. Lo ha sido y, mucho nos tememos, lo será.

Como afirmaba en el mencionado artículo el profesor de Esteban, «la suerte de nuestro régimen constitucional depende de los 10 magistrados que tendrán que valorar la presumible inconstitucionalidad del Estatuto de Cataluña, haciendo frente así a las amenazas fascistoides que se dejan ver por parte de los nacionalistas catalanes en caso de que la sentencia recorte o eche abajo el Estatuto».

Pero al César jurídico lo que es del César. ¿Una carga excesiva la que deben soportar los miembros del Tribunal Constitucional? Indudablemente sí. La insensata derogación del recurso previo de inconstitucionalidad, entre otros factores «técnicos», la propia deslealtad de los nacionalistas y el PSOE a la Constitución y el papanatismo político del PP, han permitido que llegue al Constitucional lo que nunca debió llegar a él. Como afirma Francisco Sosa en su espléndido libro El Estado fragmentado: «Por si ello fuera poco, nuestros mecanismos constitucionales prevén el referéndum como la guinda que culmina el horneado de un Estatuto […] si tal Tribunal detectara alguna inconstitucionalidad, ¿se advierte el conflicto constitucional, conflicto de poderes que se tendría sobre la mesa? La voluntad expresada en las urnas por la población «afectada» y el juicio de corrección jurídica enfrente. Jugar con la posibilidad de tales enfrentamientos entre poderes es una vía bastante segura para quemarse en ese fuego al que acabamos de hacer referencia. Pero de esta manera frívola ha procedido nuestro legislador».

Que el autor intelectual del desaguisado perpetrado por el Estatuto de Cataluña sea el ex-vicepresidente de Tribunal Constitucional, D. Carles Viver Pi-Sunyer, es sintomático. Pero el traidor siempre avisa, pace el dicho popular. Ya lo declaraba en 1998, tras su elección como vicepresidente del Alto Tribunal: «No comparto la opinión de algunos nacionalistas de que la doctrina del Tribunal Constitucional sea demasiado centralista y contraria a los nacionalismos». Fue él el que descubrió el truco: «si la vía de la reforma constitucional está cerrada y si se quiere resolver el problema político que, querramos o no, está sobre la mesa, desde la perspetiva jurídica no pueden paralizarse los procesos de reforma [de los Estatutos autonómicos] con el argumento de que es preferible una reforma constitucional previa». ¡Bien por el Catedrático de Derecho Constitucional! Todo un modelo de paralogismo. Porque, ¿quién ha desechado la vía de la reforma constitucional y por qué? Y la cuestión principal, ¿es simplemente preferible –-y en todo caso para quién-– o necesaria (conditio sine qua non) la reforma constitucional previa. Claro que una vez «desechada», ya no es necesario plantearse si la reforma es necesaria. Una pescadilla que se muerde la cola, admisible y hasta deseable en un figón, pero «surrealista» en el ámbito del derecho constitucional.

Por eso, lamentablemente, no podemos estar de acuerdo con una de las premisas del referido artículo del profesor de Esteban, «La Constitución devaluada»: «El procedimiento de reforma ordinario o agravado que adoptaron los constituyentes es sin duda el mayor error de nuestra constitución, porque impide rectificar los errores». Excúsenos la arrogancia: el profesor de Esteban sabe mejor que este que escribe que ese procedimiento es, mutatis mutandis, habitual en las constituciones. Es más, (el profesor Blanco scripsit) una constitución se distingue formalmente de una Ley ordinaria justamente por las cautelas que introduce en cuanto a su reformabilidad. Pero, no es ésta una disputa sobre el sexo de los ángeles; es más bien sobre los demonios constitucionales. Sea, aceptémoslo, puede ser que el mayor error de la Constitución, pero –-y en esto reside el quid de la cuestión-–, en todo caso, ese error no puede ser corregido sino a través de una reforma constitucional. ¿Otra pescadilla que se muerde la cola? No, en absoluto.

El profesor de Esteban después de afirmar que el procedimiento de reforma establecido por la constitución impide rectificarla (lo que incluye el procedimiento de reforma) añade que esa imposibilidad (eso es al menos lo que se deprende de sus palabras) es meramente contingente, pues se debe a «la dificultad por ponerse de acuerdo los dos grandes partidos y también por el cáncer que representan para nuestra democracia los pequenos partidos nacionalistas que, merced a una absurda ley electoral, que se debía haber reformado ya, tiene asiento en el Congreso, dificultando así cualquier política nacional que les pueda perjudicar, para acabar llevando el agua a su molino local».

Aquí también se puede aplicar la frase de Curchill: «nunca tantos dependemos de tan pocos». ¿Por qué los nacionalistas (tan pocos) tiene la llave de la gobernación del país (tantos)? En ningún caso por la ley electoral (obiter dicta, las reformas de la ley electoral que «caben» en la actual Constitución no solucionan el problema). Y es que nunca los representantes de tantos (los dos grandes partidos políticos) fueron tan irresponsables. Los nacionalistas están seguros de ello: los dos grandes partidos nunca se pondrán de acuerdo para la reforma de la Constitución; por eso han obtenido total impunidad para no cumplirla, para reventarla. Y en ello están. Por eso aprueban y refrendan el Estatuto; eso les basta para reformar la Constitución… a su favor. Y esto no hay Tribunal Constitucional que lo remedie. Porque la Constitución no está devaluada; está reformada…en favor de unos pocos, los nacionalsitas.

Tiene razón también el profesor de Esteban respecto de nuestro constitucionalismo histórico: ningun texto constitucional español ha sido reformado, «los cuales acaban derribados por golpes de Estado, guerras civiles o asonadas militares». Esta es la responsabilidad actual, de los representantes y de los representados. O reforma constitucional (la solución democrática de los graves problemas políticos actuales) o asonada en cualquiera de sus formas más o menos incruentas (la solución antidemocrática). O sea, en todo caso, una reforma constitucional, o constitucional o anticonstitucional y, consecuentemente antidemocrática.

Concluyo: la Constitución española no es irreformable necesariamente. Proclamar enfáticamente su irreformabilidad es no sólo falso sino también un modo alentar y justificar las razones de aquellos que de forma antidemocrática quieren imponer un orden político ajeno a la voluntad popular, que no admiten la soberanía popular, o sea, alentar y justificar la secesión. Sea, la Constitución española de 1978 es un error. No cometamos el error de empecinarnos en el error. Reformémosla antes de que sea materialmente imposible de verdad. Es difícil, pero todavía no imposible. Lo otro, la asonada, ni es imposible ni poco probable. Si admitimos la neecesidad de la reforma empezará a allanarse su dificultad. Los dos grandes partidos, las élites políticas, no podrán dejar de ponerse de acuerdo acuciados por las demandas de la sociedad civil, que es la que se tiene que poner de acuerdo previamente.

Francisco Caja, Barcelona 3 de diciembre de 2008.